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La libertad responsable es una de las maravillas de la creación divina del hombre. Desde el principio, Dios no formó una máquina ni programó un autómata. El ser humano fue creado como imagen de Dios (Génesis 1:26), con capacidad moral, voluntad y conciencia. No es un alma preexistente encarnada ni una pieza dentro de un engranaje fatalista. Es un ser personal, hecho de carne viva, insuflado por el aliento de vida, dotado de inteligencia y libertad dentro de un marco aprobado por Dios.
Dios le dio al hombre el poder de responder (responsabilidad) a su Palabra. La libertad del hombre no consiste en una autonomía sin restricciones, sino en la capacidad de elegir dentro de los límites del bien revelado. El mandato fue claro: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17).
Esta libertad era verdadera, porque el hombre podía obedecer o desobedecer. Y era responsable, porque fue advertido y comprendía el mandato.
Cuando el hombre eligió la desobediencia, no perdió su libre albedrío, pero sí lo corrompió. La inclinación de su corazón se torció: “Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). No significa que el hombre no pueda elegir, sino que sus elecciones están torcidas por su naturaleza caída.
La corrupción de la carne afecta la voluntad. Pero la solución de Dios no fue eliminar la libertad para imponer salvación, sino crear un Hombre nuevo que ejerciera perfectamente esa libertad: Jesucristo.
Jesús, el postrer Adán, nace bajo la ley, con una humanidad no corrompida (Gálatas 4:4). En él se manifiesta el libre albedrío deseado por Dios en todo su esplendor. Él elige obedecer perfectamente: “Aprendió la obediencia por lo que padeció” (Hebreos 5:8), y siendo tentado en todo, sin pecado (Hebreos 4:15).
La salvación no viene por la anulación de la libertad humana, sino por la victoria del Hombre perfecto que usó su voluntad humana para obedecer a Dios. Por eso la salvación es humana: no impuesta desde fuera, sino ganada por uno como nosotros.
El calvinismo histórico, al sostener la "depravación total", cayó muchas veces en una visión en la que el libre albedrío se vuelve una ilusión. Esta visión destruye la dignidad humana y convierte la gracia en imposición. El arminianismo, en cambio, trata de defender la libertad, pero lo hace manteniendo la fe en el viejo hombre, lo cual es inviable. Ambos sistemas se equivocan al no ver que la verdadera redención del albedrío ocurre en el nuevo Hombre: Cristo.
Los que son regenerados en Cristo recuperan la posibilidad de obedecer, ya no como resultado de una carne reformada, sino por la nueva vida recibida: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). El nuevo hombre camina por la fe, no como esclavo del pecado, sino como siervo del Señor.
El libre albedrío no fue destruido por la caída, sino torcido. La solución de Dios no fue eliminarlo, sino redimirlo en Cristo. La dignidad del hombre no está en que pueda salvarse a sí mismo, sino en que puede elegir entre recibir o rechazar la gracia del Hombre que sí pudo. La gloria de Dios no está en manipular voluntades, sino en redimirlas mediante un Hombre obediente hasta la muerte, Jesucristo, en quien el nuevo camino ha sido abierto para todos.
1. El libre albedrío como expresión de la imagen de Dios
Dios le dio al hombre el poder de responder (responsabilidad) a su Palabra. La libertad del hombre no consiste en una autonomía sin restricciones, sino en la capacidad de elegir dentro de los límites del bien revelado. El mandato fue claro: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16-17).
Esta libertad era verdadera, porque el hombre podía obedecer o desobedecer. Y era responsable, porque fue advertido y comprendía el mandato.
2. La caída no destruye la libertad: la corrompe
Cuando el hombre eligió la desobediencia, no perdió su libre albedrío, pero sí lo corrompió. La inclinación de su corazón se torció: “Todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). No significa que el hombre no pueda elegir, sino que sus elecciones están torcidas por su naturaleza caída.
La corrupción de la carne afecta la voluntad. Pero la solución de Dios no fue eliminar la libertad para imponer salvación, sino crear un Hombre nuevo que ejerciera perfectamente esa libertad: Jesucristo.
3. El Hombre nuevo redime el libre albedrío
Jesús, el postrer Adán, nace bajo la ley, con una humanidad no corrompida (Gálatas 4:4). En él se manifiesta el libre albedrío deseado por Dios en todo su esplendor. Él elige obedecer perfectamente: “Aprendió la obediencia por lo que padeció” (Hebreos 5:8), y siendo tentado en todo, sin pecado (Hebreos 4:15).
La salvación no viene por la anulación de la libertad humana, sino por la victoria del Hombre perfecto que usó su voluntad humana para obedecer a Dios. Por eso la salvación es humana: no impuesta desde fuera, sino ganada por uno como nosotros.
4. Error de las teologías fatalistas
El calvinismo histórico, al sostener la "depravación total", cayó muchas veces en una visión en la que el libre albedrío se vuelve una ilusión. Esta visión destruye la dignidad humana y convierte la gracia en imposición. El arminianismo, en cambio, trata de defender la libertad, pero lo hace manteniendo la fe en el viejo hombre, lo cual es inviable. Ambos sistemas se equivocan al no ver que la verdadera redención del albedrío ocurre en el nuevo Hombre: Cristo.
5. El creyente: libre en Cristo
Los que son regenerados en Cristo recuperan la posibilidad de obedecer, ya no como resultado de una carne reformada, sino por la nueva vida recibida: “Porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13). El nuevo hombre camina por la fe, no como esclavo del pecado, sino como siervo del Señor.
Conclusión
El libre albedrío no fue destruido por la caída, sino torcido. La solución de Dios no fue eliminarlo, sino redimirlo en Cristo. La dignidad del hombre no está en que pueda salvarse a sí mismo, sino en que puede elegir entre recibir o rechazar la gracia del Hombre que sí pudo. La gloria de Dios no está en manipular voluntades, sino en redimirlas mediante un Hombre obediente hasta la muerte, Jesucristo, en quien el nuevo camino ha sido abierto para todos.