El hombre se pierde porque rompe el único vínculo de vida que lo unía a su Creador: la obediencia.
El mandato divino fue claro y directo: “el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). No se trataba de una amenaza arbitraria, sino de un decreto judicial que establecía el principio fundamental de la vida humana: vivir es permanecer bajo la voluntad de Dios; desobedecer es separarse de la fuente de vida y morir.
Cuando Adán transgredió ese mandato (Génesis 3:6), se activó inmediatamente la sentencia de muerte.
Ya no era posible que el hombre viviera eternamente bajo ese régimen legal. No porque Dios fuera inflexible, sino porque Su justicia y santidad no podían coexistir con una humanidad contaminada por una ciencia no autorizada: el conocimiento del bien y del mal fuera de Dios.
Romanos 5:12 explica que “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”.
La muerte, por tanto, no es natural ni biológica en origen, sino judicial y espiritual. Es la pérdida del derecho a seguir viviendo. El hombre no es hallado perdido por haber sido creado defectuoso, sino porque eligió transgredir un pacto de vida basado en la confianza y la obediencia.
Lo grave es que esa muerte no sólo alcanzó a Adán, sino a toda su descendencia.
En palabras de 1 Corintios 15:22: “En Adán todos mueren.” Esto significa que el juicio que pesó sobre Adán como cabeza federal arrastra a toda la humanidad, nacida ya bajo condenación. No se trata de una elección personal a posteriori, sino de un juicio legal que recae sobre la especie por haber quebrado el único mandamiento que sostenía su permanencia.
En ese sentido, el hombre está perdido no sólo porque comete pecados, sino porque pertenece a una humanidad que ya ha sido condenada a muerte desde su raíz. Esta es la verdadera perdición: no tener derecho a seguir viviendo. Y por eso la solución no es reformar al hombre caído, sino sustituirlo por una nueva creación en Cristo, quien cargó la sentencia para liberar al pecador de su destino inevitable (Romanos 8:3; 2 Corintios 5:17).
El mandato divino fue claro y directo: “el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). No se trataba de una amenaza arbitraria, sino de un decreto judicial que establecía el principio fundamental de la vida humana: vivir es permanecer bajo la voluntad de Dios; desobedecer es separarse de la fuente de vida y morir.
Cuando Adán transgredió ese mandato (Génesis 3:6), se activó inmediatamente la sentencia de muerte.
Ya no era posible que el hombre viviera eternamente bajo ese régimen legal. No porque Dios fuera inflexible, sino porque Su justicia y santidad no podían coexistir con una humanidad contaminada por una ciencia no autorizada: el conocimiento del bien y del mal fuera de Dios.
Romanos 5:12 explica que “por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”.
La muerte, por tanto, no es natural ni biológica en origen, sino judicial y espiritual. Es la pérdida del derecho a seguir viviendo. El hombre no es hallado perdido por haber sido creado defectuoso, sino porque eligió transgredir un pacto de vida basado en la confianza y la obediencia.
Lo grave es que esa muerte no sólo alcanzó a Adán, sino a toda su descendencia.
En palabras de 1 Corintios 15:22: “En Adán todos mueren.” Esto significa que el juicio que pesó sobre Adán como cabeza federal arrastra a toda la humanidad, nacida ya bajo condenación. No se trata de una elección personal a posteriori, sino de un juicio legal que recae sobre la especie por haber quebrado el único mandamiento que sostenía su permanencia.
En ese sentido, el hombre está perdido no sólo porque comete pecados, sino porque pertenece a una humanidad que ya ha sido condenada a muerte desde su raíz. Esta es la verdadera perdición: no tener derecho a seguir viviendo. Y por eso la solución no es reformar al hombre caído, sino sustituirlo por una nueva creación en Cristo, quien cargó la sentencia para liberar al pecador de su destino inevitable (Romanos 8:3; 2 Corintios 5:17).