En el corazón del evangelio está el anuncio del nacimiento de Jesús por medio de una virgen.
Pero el verdadero propósito de esta verdad no es el de glorificar a María, ni ponerla por encima del resto de la humanidad, sino el declarar algo radical y central: Jesús no fue concebido como todos los hombres.
La virginidad de María no está dirigida a su persona, sino al origen del Hijo de Dios.
Lo extraordinario no es que María fuese virgen, pues cualquier mujer que no ha conocido varón lo es, sino que estando virgen, concibió y dio a luz un hijo (Isaías 7:14; Mateo 1:23).
Este hecho señala que la concepción de Jesús no fue el resultado de una fecundación natural ni humana, sino de un acto directo y milagroso de Dios.
Aquí la Escritura es precisa:
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).
Esto excluye toda intervención carnal, incluso simbólica.
No hubo una fecundación de un óvulo de María ni esperma divino.
No hubo mezcla, ni “aportaciones humanas” en la carne del Hijo de Dios.
El Verbo fue hecho carne, no por combinación de elementos humanos, sino por un acto meramente divino: “Tú me formaste cuerpo” (Hebreos 10:5).
Por eso Jesús puede decir con verdad:
No nació de una raza caída.
Fue enviado desde el cielo y entró al mundo a través de una mujer virgen, no a partir de ella.
Fue depositado vivo, como nuevo hombre, en su vientre.
Esto desmantela dos errores:
Jesús es verdadero hombre, no porque venga de un óvulo humano, sino porque asumió forma humana.
El molde fue humano; la sustancia, divina.
Así como Adán fue hecho hombre sin padre ni madre, también el último Adán fue hecho hombre, no por voluntad de varón ni de carne y sangre, sino por Dios mismo (Juan 1:13).
El milagro no está en María. El milagro es Jesús.
Pero el verdadero propósito de esta verdad no es el de glorificar a María, ni ponerla por encima del resto de la humanidad, sino el declarar algo radical y central: Jesús no fue concebido como todos los hombres.
La virginidad de María no está dirigida a su persona, sino al origen del Hijo de Dios.
Lo extraordinario no es que María fuese virgen, pues cualquier mujer que no ha conocido varón lo es, sino que estando virgen, concibió y dio a luz un hijo (Isaías 7:14; Mateo 1:23).
Este hecho señala que la concepción de Jesús no fue el resultado de una fecundación natural ni humana, sino de un acto directo y milagroso de Dios.
Aquí la Escritura es precisa:
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35).
Esto excluye toda intervención carnal, incluso simbólica.
No hubo una fecundación de un óvulo de María ni esperma divino.
No hubo mezcla, ni “aportaciones humanas” en la carne del Hijo de Dios.
El Verbo fue hecho carne, no por combinación de elementos humanos, sino por un acto meramente divino: “Tú me formaste cuerpo” (Hebreos 10:5).
Por eso Jesús puede decir con verdad:
- “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo… y el pan que yo daré es mi carne” (Juan 6:51).
No nació de una raza caída.
Fue enviado desde el cielo y entró al mundo a través de una mujer virgen, no a partir de ella.
Fue depositado vivo, como nuevo hombre, en su vientre.
Esto desmantela dos errores:
- El error católico, que transforma la virginidad de María en una exaltación mística de su persona, desviando la atención del Hijo al vaso.
- El error protestante común, que presupone que Jesús recibió su carne de María, cuando la Escritura dice que descendió del cielo, y que fue enviado en semejanza de carne de pecado, no hecho a partir de ella (Romanos 8:3).
Jesús es verdadero hombre, no porque venga de un óvulo humano, sino porque asumió forma humana.
El molde fue humano; la sustancia, divina.
Así como Adán fue hecho hombre sin padre ni madre, también el último Adán fue hecho hombre, no por voluntad de varón ni de carne y sangre, sino por Dios mismo (Juan 1:13).
El milagro no está en María. El milagro es Jesús.