Si la perdición es la muerte, entonces la salvación es la resurrección, y no una descorrupción progresiva del viejo hombre.

Un error común es pensar que Dios mejora al caído o lo descorrompe para que viva, o le da vida para que crea.
Muchos sistemas teológicos, ya sean católicos, arminianos o incluso algunas ramas reformadas, suponen que la salvación consiste en reformar o limpiar al viejo hombre, como si Dios tomara al pecador y lo transformara progresivamente hasta hacerlo justo.

Esta visión confunde la corrupción del hombre con una enfermedad tratable, cuando la Biblia lo presenta como un estado de muerte irreversible.

“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados” (Efesios 2:1).
Dios no cura al muerto sino que lo resucita.

La verdadera salvación bíblica no es un proceso de restauración del antiguo hombre, sino la creación de un hombre nuevo, mediante una resurrección después de la muerte impuesta por la ley:
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
“...porque os habéis despojado del viejo hombre con sus hechos, y os habéis revestido del nuevo” (Colosenses 3:9‑10).

La Biblia enseña con claridad que la paga del pecado es muerte (Romanos 6:23) y que el hombre caído está sentenciado a muerte, no a enfermedad.
Por tanto, el acto salvífico central no es una corrección moral, sino una intervención ontológica: traer vida donde no la hay.
“Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).

La resurrección es la respuesta de Dios a la sentencia de muerte, y por tanto, el corazón mismo del evangelio (1 Corintios 15:3‑4).

No se recicla al hombre viejo: se lo juzga, mata y resucita.

Dios no limpia al hombre viejo: lo juzga en la cruz, lo mata con Cristo:

“Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (Romanos 6:6).

“Sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, por la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Colosenses 2:12).

La salvación es el traslado legal y ontológico de una criatura muerta a una nueva criatura vivificada.

No es reforma.
No es educación.
No es limpieza.
Es muerte y nueva creación.

Todo el que no ha muerto con Cristo está bajo el juicio de la ley.
La carne corrompida no puede heredar el reino de Dios (1 Corintios 15:50).
La resurrección no es solo futura: ya opera en el creyente como vida nueva (Romanos 6:4; Efesios 2:6).
El que ha sido resucitado con Cristo, ya no pertenece al viejo sistema.

La perdición del hombre es su muerte por juicio legal.
La salvación del hombre es su resurrección por gracia soberana.
No hay salvación sin muerte, ni muerte sin posterior resurrección en Cristo.
La obra del evangelio no consiste en rehabilitar al hombre caído, sino en aniquilarlo con Cristo y levantar en su lugar una nueva criatura justificada, vivificada y glorificada en el Hijo.
 
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