La perdición del hombre no se trató de su corrupción moral, sino de la condena terminal que está ocacionó.

El concepto bíblico de perdición no debe confundirse con un desvío ético, una debilidad moral o un asunto de corrupción.
La perdición no fue otra cosa que la pérdida de la vida misma por sentencia legal.

Dios le había advertido al primer hombre que el día que se corrompiera ciertamente moriría (Génesis 2:17).

Este mandato establecía que el único resultado a la corrupción sería la muerte real y definitiva.
No se trataba de una “muerte espiritual” simbólica ni de una degradación paulatina, sino de la anulación absoluta del hombre como criatura viviente.

Así el problema del hombre no era doble, sino único: la muerte como pena total e irreversible, que cerraba cualquier posibilidad de ser rehabilitado bajo la misma ley por la que había sido condenado.

Un problema, la muerte, sin espacio alguno para la misericordia, gracia o restauración alguna.

Aquel mandato dado no incluía redención, sino condenación sin apelación.

“La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23) es una definición jurídica que clausura el acceso a la vida.
Por tanto, el objetivo de la salvación no puede ser el mejorar al hombre, sino el rescatarlo de la muerte.

Y así aparece la GRACIA como un nuevo sistema de justicia APARTE de la ley.

¿Y por qué aparte de la ley?
Porque la ley nunca podría ser violada.

Para que Dios pudiera salvar a los pecadores sin violar su propia justicia, era necesario poner fin al antiguo sistema legal, lo cual sólo podía hacerse mediante la muerte que no era otra cosa que el cumplimiento mismo de la condena.

Así la salvación no pasaría por salvar al hombre de la muerte sino por legalizar su resurrección después de morir por la ley.
 
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