Muchos debates con los molinistas giran en torno a si el hombre caído puede creer o no. Pero ese no es el verdadero problema.
El centro de la cuestión no es la capacidad de creer del hombre caído, sino la ineficacia de su arrepentimiento frente a la justicia de Dios.
Un hombre caído puede tomar conciencia de su pecado, arrepentirse con sinceridad, incluso creerle a Dios...
Pero eso no borra lo que hizo, ni cambia lo que es.
El que fue infiel sigue siendo infiel.
El ladrón que robó sigue siendo ladrón, aunque devuelva lo robado.
La ley no se satisface con emociones, sino que exige obras perfectas.
Por eso, nuestra salvación no depende de que nos volvamos conscientes de lo que hicimos, ni de que podamos arrepentirnos o creer. Tampoco tiene que ver con una fe intensa o bien intencionada.
Depende de que alguien haya vivido perfectamente y haya satisfecho toda la voluntad del Padre.
Y eso solo lo hizo Jesucristo.
“He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hebreos 10:9).
La fe no tiene poder salvífico en sí misma.
No es una moneda de intercambio que pueda obligar a Dios a justificarnos.
Es el reconocimiento de que no tenemos nada que ofrecer, y que todo ya fue hecho por Otro.
Cristo no vino a ayudarte: vino a sustituirte.
No vino a darte oportunidades: vino a darte SU justicia.
No vino a cambiarte por dentro para que empieces a hacer lo correcto y te salves en función de ello.
Vino a cumplir toda justicia ante el Padre y a entregarte, como regalo, lo que Él logró.
El molinismo, como muchas herejías sutiles, pone el foco en el hombre: sus decisiones, sus posibilidades, sus circunstancias.
Pero el evangelio no es una teoría de salvación condicional.
Es un hecho consumado: “Consumado es” (Juan 19:30).
La salvación no necesita del hombre. Necesita de Cristo.
El centro de la cuestión no es la capacidad de creer del hombre caído, sino la ineficacia de su arrepentimiento frente a la justicia de Dios.
Un hombre caído puede tomar conciencia de su pecado, arrepentirse con sinceridad, incluso creerle a Dios...
Pero eso no borra lo que hizo, ni cambia lo que es.
El que fue infiel sigue siendo infiel.
El ladrón que robó sigue siendo ladrón, aunque devuelva lo robado.
La ley no se satisface con emociones, sino que exige obras perfectas.
Por eso, nuestra salvación no depende de que nos volvamos conscientes de lo que hicimos, ni de que podamos arrepentirnos o creer. Tampoco tiene que ver con una fe intensa o bien intencionada.
Depende de que alguien haya vivido perfectamente y haya satisfecho toda la voluntad del Padre.
Y eso solo lo hizo Jesucristo.
“He aquí que vengo… para hacer, oh Dios, tu voluntad” (Hebreos 10:9).
La fe no tiene poder salvífico en sí misma.
No es una moneda de intercambio que pueda obligar a Dios a justificarnos.
Es el reconocimiento de que no tenemos nada que ofrecer, y que todo ya fue hecho por Otro.
Cristo no vino a ayudarte: vino a sustituirte.
No vino a darte oportunidades: vino a darte SU justicia.
No vino a cambiarte por dentro para que empieces a hacer lo correcto y te salves en función de ello.
Vino a cumplir toda justicia ante el Padre y a entregarte, como regalo, lo que Él logró.
El molinismo, como muchas herejías sutiles, pone el foco en el hombre: sus decisiones, sus posibilidades, sus circunstancias.
Pero el evangelio no es una teoría de salvación condicional.
Es un hecho consumado: “Consumado es” (Juan 19:30).
La salvación no necesita del hombre. Necesita de Cristo.