La entrada del pecado en el mundo marca un punto de quiebre trascendental en la historia humana.

En Romanos 5:12 leemos:
"Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron".

La enseñanza bíblica no sólo denuncia la corrupción del hombre, sino que presenta una verdad más profunda: la muerte no es simplemente el resultado natural de estar corrompido, sino la consecuencia directa de una sentencia legal pronunciada por Dios.


En Génesis 2:17, antes de la transgresión, Dios había advertido: "el día que de él comieres, ciertamente morirás". Esta palabra no es metafórica, ni simbólica, ni condicional: es una declaración judicial inapelable. La humanidad queda desde entonces sujeta a una pena irrevocable: la muerte. Esa muerte, que en la Escritura es presentada como extinción (Eclesiastés 9:5, Salmos 146:4), no puede ser revocada por reforma moral alguna ni por restauración progresiva del viejo hombre.

Aunque es verdad que la corrupción afecta profundamente a la humanidad y degrada sus facultades, no es la corrupción el mayor problema, sino la sentencia de muerte. Lo esencial es comprender que el hombre debe morir, no porque no se pueda mejorar, sino porque ha sido sentenciado por Dios.
La justicia divina no puede ser burlada ni ignorada.

Jesucristo no vino para que el hombre evitara la muerte, sino para que pudiera ser liberado de la misma después de pagarla.
Hebreos 9:27 establece: "Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio".

La obra de Cristo no es evitar la muerte, sino permitir la resurrección. Es un error profundo pensar que la salvación consiste en evitar la pena; la verdadera salvación bíblica consiste en pasar por la pena y salir victorioso al otro lado.

La teología reformada (calvinismo) enfatiza la depravación total como el problema raíz del hombre. Enseña que Dios elige unilateralmente a quienes regenerará, sacándolos del estado de corrupción. Pero esta visión ignora el peso de la sentencia de muerte como castigo legal. El arminianismo, por otro lado, también se centra en el viejo hombre y su capacidad de responder a la gracia, sin comprender que la solución no es reformar al viejo hombre sino reemplazarlo.

La Biblia revela que Dios no intenta reparar la humanidad caída. Dios no salva al viejo hombre. Dios crea uno nuevo.

En 2 Corintios 5:17 se nos dice: "De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas".
La sustitución real ocurre cuando un nuevo hombre sin pecado ocupa el lugar del viejo ante Dios.

Jesús, el postrer Adán (1 Corintios 15:45), no fue simplemente un hombre regenerado, sino un nuevo hombre creado sin pecado, nacido no de voluntad de carne, ni de sangre, ni de varón, sino de Dios (Juan 1:13).
En Él no hay corrupción ni herencia de muerte.
Por eso, puede morir voluntariamente sin estar bajo la sentencia legal, y así pagar la deuda ajena.

Esta verdad muestra que la solución de Dios no es curar la carne corrompida, sino hacer nacer una nueva carne sin corrupción.
El sacrificio de Cristo no nos evita la muerte, sino que nos permite morir en Él y resucitar con Él.
Romanos 6:6 explica: "Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él".
No es reformado, es ejecutado.

En conclusión, la verdadera gravedad de la caída no es sólo la corrupción del alma humana, sino la sentencia de muerte que Dios estableció como castigo justo. Y la única solución bíblica no es evitarla ni suavizarla, sino cumplirla en Cristo para que el que cree pueda vivir nuevamente, no como viejo hombre reformado, sino como nueva creación vivificada por la gracia.



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