La revelación contenida en el libro de Génesis establece el fundamento más profundo de la identidad humana al mostrar que el hombre y la mujer, aunque diferenciados, provienen de una misma fuente viviente.
Este principio, lejos de ser una cuestión biológica solamente, posee una riqueza espiritual y teológica de extraordinaria relevancia.
En Génesis 2:7, leemos que "Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente."
Este pasaje describe el instante en que Dios infunde vida a un cuerpo formado, convirtiéndolo en un nephesh chayyah, un alma viviente.
No se trata de la encarnación de un ente espiritual en un cuerpo material, sino de la constitución de un ser integral, carne vivificada por el soplo divino.
Sin embargo, en el caso de la mujer, el proceso es distinto y deliberadamente diferente. Génesis 2:21-22 declara:
No se nos dice que Dios formó a Eva del polvo ni que le insufló aliento de vida.
Fue tomada viva del varón ya viviente. Esto implica que el soplo de vida de Dios impartido a Adán fue suficiente para constituir también a Eva como ser viviente.
Eva no recibió una nueva insuflación, sino que fue literalmente una extensión de la carne viva de Adán.
Como afirma Adán al verla: "Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Génesis 2:23).
Génesis 2:24 proporciona la clave teológica del significado de este acto:
El "por tanto" indica que la unión matrimonial no es simplemente una institución social o cultural, sino una restauración de la unidad original.
El varón y la mujer fueron en principio una sola carne; la división fue posterior, para propósitos de multiplicación y relación, pero su unión constituye la expresión de una sola humanidad creada por Dios.
Luego de formar a Adán y a Eva, Dios les da este mandato: "Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra" (Génesis 1:28).
Aquí se manifiesta la voluntad divina de delegar la reproducción humana a la misma humanidad.
Dios no crea cada nuevo ser humano directamente como hizo con Adán, sino que establece un principio: los seres vivientes deben engendrar seres vivientes.
Esto implica que los hijos no reciben un nuevo soplo directo de Dios, sino que heredan la vida transmitida desde Adán.
En Job 14:1 se dice: "El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores...".
David también afirma: "En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre" (Salmo 51:5).
No porque el acto en sí sea pecaminoso, sino porque todo ser nacido por generación natural hereda la condición corrompida de Adán.
Jesús mismo lo afirma en Juan 3:6:
La reproducción humana natural produce carne, no espíritu ni vida eterna. Por eso, todo aquel que nace en esta condición debe nacer de nuevo.
Lucas 3:38 llama a Adán "hijo de Dios" porque fue formado directamente por Él.
Sin embargo, el resto de la humanidad no puede reclamar tal filiación por nacimiento natural.
Juan 1:12-13 declara:
Esto establece que la filiación divina es espiritual, no biológica. Ningún ser humano es hijo de Dios por nacimiento natural; todos deben ser adoptados y regenerados por el Espíritu.
La implicancia más radical es que no hay millones de seres humanos formados directamente por Dios. Hay un solo hombre viviente del cual se separa la mujer, y de ambos procede toda la humanidad.
Esto refuta toda idea de preexistencia de almas, encarnaciones sucesivas o transmigración del alma.
La vida humana es corporal, y el alma no es una entidad autónoma o inmortal en sí misma.
Eclesiastés 12:7 declara que al morir "el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio."
No dice que el alma va a un mundo paralelo o a un purgatorio, sino que lo que dio vida regresa a su Dador.
La vida se extingue, el alma deja de ser, porque alma es el resultado de carne vivificada.
Dios no creó una humanidad de individuos independientes, ni seres espirituales encarnados, sino una sola carne, una humanidad viviente extendida por generación. La mujer procede del hombre, no del polvo, y los hijos proceden de sus padres, no de actos directos de creación. Esta verdad es clave para comprender tanto la necesidad de la redención como la naturaleza de la regeneración. El Evangelio no repara carne corrupta, sino que crea un nuevo linaje espiritual engendrado por Dios en Cristo, el segundo hombre, el postrer Adán.
Toda comprensión doctrinal que desconozca este fundamento, se aleja del testimonio claro de las Escrituras.
Este principio, lejos de ser una cuestión biológica solamente, posee una riqueza espiritual y teológica de extraordinaria relevancia.
1. La mujer: no formada del polvo, sino dividida del ser viviente
En Génesis 2:7, leemos que "Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente."
Este pasaje describe el instante en que Dios infunde vida a un cuerpo formado, convirtiéndolo en un nephesh chayyah, un alma viviente.
No se trata de la encarnación de un ente espiritual en un cuerpo material, sino de la constitución de un ser integral, carne vivificada por el soplo divino.
Sin embargo, en el caso de la mujer, el proceso es distinto y deliberadamente diferente. Génesis 2:21-22 declara:
"Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre."
No se nos dice que Dios formó a Eva del polvo ni que le insufló aliento de vida.
Fue tomada viva del varón ya viviente. Esto implica que el soplo de vida de Dios impartido a Adán fue suficiente para constituir también a Eva como ser viviente.
Eva no recibió una nueva insuflación, sino que fue literalmente una extensión de la carne viva de Adán.
Como afirma Adán al verla: "Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Génesis 2:23).
2. Una sola carne: origen compartido y unidad esencial
Génesis 2:24 proporciona la clave teológica del significado de este acto:
"Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne."
El "por tanto" indica que la unión matrimonial no es simplemente una institución social o cultural, sino una restauración de la unidad original.
El varón y la mujer fueron en principio una sola carne; la división fue posterior, para propósitos de multiplicación y relación, pero su unión constituye la expresión de una sola humanidad creada por Dios.
3. La reproducción humana como delegación divina
Luego de formar a Adán y a Eva, Dios les da este mandato: "Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra" (Génesis 1:28).
Aquí se manifiesta la voluntad divina de delegar la reproducción humana a la misma humanidad.
Dios no crea cada nuevo ser humano directamente como hizo con Adán, sino que establece un principio: los seres vivientes deben engendrar seres vivientes.
Esto implica que los hijos no reciben un nuevo soplo directo de Dios, sino que heredan la vida transmitida desde Adán.
En Job 14:1 se dice: "El hombre nacido de mujer, corto de días, y hastiado de sinsabores...".
David también afirma: "En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre" (Salmo 51:5).
No porque el acto en sí sea pecaminoso, sino porque todo ser nacido por generación natural hereda la condición corrompida de Adán.
Jesús mismo lo afirma en Juan 3:6:
"Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es."
La reproducción humana natural produce carne, no espíritu ni vida eterna. Por eso, todo aquel que nace en esta condición debe nacer de nuevo.
4. Los hijos de los hombres no son hijos de Dios
Lucas 3:38 llama a Adán "hijo de Dios" porque fue formado directamente por Él.
Sin embargo, el resto de la humanidad no puede reclamar tal filiación por nacimiento natural.
Juan 1:12-13 declara:
"Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios."
Esto establece que la filiación divina es espiritual, no biológica. Ningún ser humano es hijo de Dios por nacimiento natural; todos deben ser adoptados y regenerados por el Espíritu.
5. Implicancias teológicas de una sola carne viviente
La implicancia más radical es que no hay millones de seres humanos formados directamente por Dios. Hay un solo hombre viviente del cual se separa la mujer, y de ambos procede toda la humanidad.
Esto refuta toda idea de preexistencia de almas, encarnaciones sucesivas o transmigración del alma.
La vida humana es corporal, y el alma no es una entidad autónoma o inmortal en sí misma.
Eclesiastés 12:7 declara que al morir "el polvo vuelva a la tierra, como era, y el espíritu vuelva a Dios que lo dio."
No dice que el alma va a un mundo paralelo o a un purgatorio, sino que lo que dio vida regresa a su Dador.
La vida se extingue, el alma deja de ser, porque alma es el resultado de carne vivificada.
Conclusión
Dios no creó una humanidad de individuos independientes, ni seres espirituales encarnados, sino una sola carne, una humanidad viviente extendida por generación. La mujer procede del hombre, no del polvo, y los hijos proceden de sus padres, no de actos directos de creación. Esta verdad es clave para comprender tanto la necesidad de la redención como la naturaleza de la regeneración. El Evangelio no repara carne corrupta, sino que crea un nuevo linaje espiritual engendrado por Dios en Cristo, el segundo hombre, el postrer Adán.
Toda comprensión doctrinal que desconozca este fundamento, se aleja del testimonio claro de las Escrituras.