Salmo51

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Desarrollo histórico I

El concepto de depravación total hunde sus raíces en la antigua controversia entre Agustín de Hipona (354–430) y Pelagio a inicios del siglo V. Pelagio sostenía una visión optimista de la naturaleza humana, argumentando que, aun después del pecado de Adán, las personas pueden elegir no pecar y obedecer a Dios con sus propias fuerzas. Agustín, en cambio, observando la enseñanza bíblica y la experiencia, afirmó que tras la Caída toda la humanidad quedó en una “esclavitud” auto-impuesta al pecado, de modo que todos están irremediablemente inclinados al mal antes incluso de tomar decisiones conscientes, “incapaces de abstenerse de pecar” sin la gracia. Para Agustín, el libre albedrío no desapareció, pero la voluntad quedó viciada: el ser humano sigue pudiendo elegir –pero siempre elegirá el pecado y el egoísmo en vez de Dios, mientras no sea liberado por la gracia. Esta doctrina agustiniana de la “depravación” o impotencia del libre albedrío se impuso en la Iglesia occidental (fue respaldada en sínodos como Cartago 418 y Orange 529), en contra de la postura pelagiana que fue condenada como herejía.

Durante la Edad Media, la Iglesia continuó enseñando la necesidad de la gracia, aunque surgieron matices distintos. Tomás de Aquino (s. XIII) concordó en que, sin la gracia, el hombre después de la caída “no puede evitar el pecado” y pierde la justicia original, quedando sujeto a la concupiscencia (inclinación desordenada). Sin embargo, el teólogo escolástico Juan Duns Escoto suavizó esta idea, proponiendo que el pecado original consistía principalmente en la ausencia de justicia original más que en una corrupción activa de la naturaleza. Es decir, Escoto veía el pecado original como una carencia (privación del bien debido) más que como una tendencia positiva al mal. Para el siglo XVI, los reformadores protestantes interpretaron que la teología católica había adoptado esencialmente la visión tipo Escoto —entendiendo el pecado original casi solo como un defecto— y rechazaron esa postura por considerarla insuficiente. Martín Lutero y Juan Calvino (ambos de fuerte influencia agustiniana) insistieron en que la caída provocó una depravación real y profunda en el hombre. De hecho, Lutero escribió su obra “La esclavitud de la voluntad” (1525) contra Erasmo, defendiendo que la voluntad humana está cautiva del pecado y que solo la gracia puede liberarla. Calvino, por su parte, en sus Institutos y otros escritos describió extensamente la corrupción humana, llegando a utilizar el término “depravación total” para articular la idea de que el pecado ha contaminado enteramente la naturaleza humana. Según Calvino y los reformadores, esta era sencillamente la renovada visión agustiniana: el pecado afecta cada aspecto de la persona (aunque –notemos– no destruye la imagen de Dios ni anula la personalidad del individuo completamente). Cabe señalar que los propios reformadores rechazaron los excesos: por ejemplo, cuando un teólogo luterano radical, Matthias Flacio Ilírico, llegó a afirmar que la misma sustancia del hombre caído era pecado (como si la imagen de Dios se hubiera borrado por completo), tanto luteranos como calvinistas consideraron esa idea extrema y la repudiaron por negar que el hombre siga siendo humano tras la Caída. Esto muestra que el calvinismo clásico, si bien pinta un cuadro muy oscuro de la condición humana, no cruza ciertos límites: el hombre caído está arruinado moralmente, pero sigue siendo hombre (portador –aunque distorsionado– de la imagen divina).

En la época de la Reforma protestante, todas las ramas coincidieron en una doctrina fuerte del pecado original y la incapacidad humana. No solo los calvinistas sino también los luteranos adoptaron esencialmente esta visión de la depravación (la Confesión de Augsburgo de 1530, por ejemplo, afirma que tras la caída “todos nacen con pecado, es decir, sin temor de Dios ni confianza en Él, y con concupiscencia”). Los teólogos reformados desarrollaron estas ideas en sus propios credos durante el siglo XVI, como ya vimos con la Confesión Belga, el Catecismo de Heidelberg y la Confesión Helvética. Para finales de ese siglo y comienzos del XVII, la cuestión de la depravación total resurgió en el contexto de la controversia Arminiana en los Países Bajos. Los seguidores de Jacobo Arminio presentaron en 1610 un “Remonstrance” con cinco puntos teológicos en desacuerdo con ciertos énfasis calvinistas. Importante: los arminianos clásicos no negaron la depravación total del hombre; de hecho, el Artículo III de la Remonstrance afirmaba la incapacidad humana para hacer el bien sin la gracia, y el propio Arminio sostuvo una doctrina de la depravación muy cercana a la calvinista. La diferencia radicaba en cómo actúa la gracia: los arminianos introdujeron el concepto de gracia preveniente (o gracia habilitadora universal) que, gracias a los méritos de Cristo, mitiga los efectos de la depravación y capacita a todos los pecadores para cooperar con Dios si así lo quieren. En otras palabras, para un arminiano, todos los hombres están totalmente depravados por naturaleza, pero Dios concede a todos una gracia previa que restaura la posibilidad de elegirlo libremente. Los calvinistas, en cambio, niegan que tal gracia universal que iguale las condiciones exista; para ellos, solamente la gracia irresistible dada a los elegidos puede liberar eficazmente a alguien de la depravación.
 
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