Salmo51

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Cristo nos libra de la perdición, que es la muerte decretada en Génesis 2:17, cumpliendo Él mismo la sentencia en lugar del pecador y abriendo el camino a una nueva vida que ya no puede volver a ser juzgada por la ley.

La Escritura no presenta la muerte como un evento biológico natural, sino como una sentencia judicial inapelable:
“el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17).

Este “ciertamente morirás” no fue una amenaza simbólica, sino una declaración legal, absoluta, irrevocable.
Por eso, no hay perdón dentro de la ley, ni posibilidad de que Dios revoque esa sentencia sin violar su propia justicia.

Aquí entra Cristo, el Verbo hecho carne (Juan 1:14), sin pecado (Hebreos 4:15), nacido de mujer, y bajo la ley (Gálatas 4:4), que no viene a evitar nuestra muerte, sino a cumplirla por nosotros.

“Cristo murió por nuestros pecados” (1 Corintios 15:3).
“El justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).

Esto es clave: Cristo muere la muerte que nosotros debíamos morir.
Y la muere realmente, físicamente, judicialmente.

En Romanos 6:6-7 Pablo dice:
“Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él... porque el que ha muerto ha sido justificado del pecado.”

Es decir: al morir con Cristo, el juicio se cumple.
El viejo hombre ya no está pendiente de condena, porque la sentencia fue ejecutada.

Pero la victoria no está solo en la cruz: está también en la resurrección.

“Sabemos que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Romanos 6:9).

Por eso, Cristo nos saca de la perdición no solo muriendo por nosotros, sino llevándonos consigo en su resurrección.

“Si morimos con él, también viviremos con él” (2 Timoteo 2:11).
“En Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).

De este modo, Cristo nos libera de la muerte no anulando la sentencia, sino cumpliéndola en carne real y sustituyendo nuestra extinción por su vida incorruptible.

El que cree en Él, dice Jesús, “ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).

La perdición era total e irreversible, pero Cristo pagó ese precio con su sangre, resucitó, y ahora puede vivificar a quien quiera (Juan 5:21).

Así lo dice Él mismo:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).
 
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