Salmo51

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¿Por qué nuestro salvador debe ser un hombre, y por qué este hombre no puede salir de la tierra sino venir del cielo?​

La salvación del hombre no podía ser ejecutada desde el cielo impuesta por decreto divino, porque eso habría sido una salvación externa, forzada, ajena a la condición del hombre mismo. No se trataba de anular la culpa desde un tribunal lejano, sino de restaurar desde adentro una naturaleza caída. Si Dios hubiese simplemente declarado al hombre inocente desde el cielo, sin asumir la carne, habría permanecido intacta la raíz del problema: un hombre dañado, incompatible con la santidad. La solución debía implicar no solo perdón, sino transformación, y esa transformación requería participación real en la historia humana, porque el problema no era legal, sino existencial. El hombre no había quebrado simplemente una norma; se había vuelto, en su ser, incompatible con el propósito eterno de Dios. La justicia de Dios requería algo más profundo que un perdón: requería una humanidad nueva.

Pero para que esta humanidad nueva tuviera sentido, debía nacer desde adentro de la creación misma. No podía ser una intervención externa que anulase la responsabilidad humana. Y la salvación debía ser obra de un hombre, porque el problema fue causado por un hombre. Así como por un hombre entró la muerte, por otro hombre debía venir la vida (cf. Romanos 5:12, 1 Corintios 15:21). Sin embargo, no cualquier hombre podría llevar esto a cabo.

El drama está en que no había, ni habría jamás, un hombre nacido por medio de la reproducción de la carne capaz de revertir la condición caída del hombre. Desde su concepción, todo hijo de Adán hereda un cuerpo de muerte (Romanos 7), con el pecado morando en sus miembros, sujeto a la ley del pecado, dominado por la concupiscencia, y por tanto, incapacitado para ofrecer obras aceptables ante Dios. El pecado lo secuestra desde dentro, su voluntad es doblegada, y sus ofrendas, por más bien intencionadas que fueran, no podían ser recibidas por un Dios santo. Por eso se dice: "Sacrificios y ofrendas no quisiste", porque el origen mismo del oferente está contaminado. Por eso, era necesario un hombre nuevo, sin esta herencia, libre de esta servidumbre, que condenara al pecado como hombre y no como Dios, y viviera como ofrenda santa desde la carne pero sin la esclavitud del mal. La humanidad entera, desde Adán en adelante, compartía la misma condición caída, vendida al pecado, corrupta, sin justicia, y sin autoridad legal para revertir su estado. No había justo, ni aún uno (Romanos 3:10). Por tanto, y aunque esta salvación debía venir a través de un hombre, no podría venir de uno salido del linaje humano corrompido. La corrupción no puede heredar incorrupción.

Este hombre, entonces, debía ser un nuevo hombre, no engendrado de la carne sino de Dios. Un hombre que no heredara el cuerpo de muerte, ni la servidumbre del pecado. Un segundo hombre, libre del mal. Un hombre hecho a imagen del propósito eterno, no del linaje de la corrupción.

Y es por esto que el Verbo se hace carne: no simplemente para intervenir en la historia, sino para introducir una humanidad nueva que no surge de la tierra sino del cielo. El Verbo toma forma de carne sin asumir su sustancia corrupta, del mismo modo en que una sustancia pura puede adoptar un molde sin mezclarse con él. Como en el ejemplo del plástico que mencionamos antes: la forma puede ser compartida, pero la sustancia permanece intacta. El Verbo no absorbe nada de la herencia caída, porque Él mismo es la vida, y su venida en carne no es una fusión de formas entre la forma divina y la forma humana, sino una formación directa de Dios, como un nuevo Adán, perfecto desde su concepción. No toma prestado un cuerpo ya formado ni habita en un hombre ya existente. Es hecho carne, formado como hombre por el cielo. No desciende como espíritu para habitar materia, sino que desciende en nuestra forma de vida. Juan 7:51 Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.

Pero en términos teológicos y existenciales, esto tampoco significa que el Verbo asume una humanidad cualquiera, sino que es formado desde un molde no contaminado por la herencia adámica. Su humanidad real y completa es la misma con la que Dios formó a Adán, el primer hombre en venir a existir, no proveniente de la corrupción que mora en todos sus hijos nacidos de su carne. Es una humanidad hecha directamente por Dios, sin la corrupción hereditaria.

Y aquí conviene destacar algo crucial: el hombre caído, al nacer vendido al pecado, no podía ofrecer a Dios obras dignas. Toda acción, toda ofrenda, todo sacrificio, todo esfuerzo humano estaba contaminado de raíz. Como está escrito: “Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:5-7).

¿Pero por qué ahora sí acepta Dios la ofrenda de este segundo hombre?
Porque este hombre no fue concebido esclavo. No nació vendido al pecado. No moraba en sus miembros la concupiscencia, ni su carne era dominio del mal.
Él no era un miserable preso en su voluntad y en Él no había engaño. Y por eso, sus obras fueron justas, y su entrega, perfecta.

A diferencia del hombre descrito en Romanos 7 —"vendido al pecado", "miserable", sujeto a una ley que lo arrastra a hacer el mal— este nuevo hombre no se encuentra dividido interiormente. Su voluntad no está secuestrada, su cuerpo no es de muerte. Por eso, por primera vez desde Adán, hay un hombre en la tierra que puede hacer verdaderamente la voluntad de Dios.

También debe aclararse lo que significa que Dios "condenó al pecado en la carne" (Romanos 8:3). No se trata, como muchos suponen, de que Dios condenó al pecado desde la misma corrupción o desde dentro de su marco de control. No. Se trata de que Dios condenó al pecado en el terreno humano, es decir, como hombre. No lo hizo como ángel, ni como Dios mismo, sino como hombre verdadero. Condenó la desobediencia humana mediante la obediencia humana, el mal con el bien, el orgullo con la humildad, la rebeldía con la sujeción.

Cristo vino como hombre para vencer como hombre, no como una intervención externa o angélica, sino como parte de la misma humanidad que debía ser redimida. Su victoria no es simbólica ni impuesta desde fuera, sino auténticamente humana, judicialmente válida y legalmente transferible porque fue alcanzada en el mismo terreno donde el hombre había sido vencido.
La ley exigía justicia en carne humana, y Cristo la cumplió en carne sin pecado, convirtiéndose en el único representante legítimo para imputar su justicia a otros bajo un nuevo pacto sellado con su sangre. Venció donde todos fuimos derrotados. Y por eso su victoria puede volverse legalmente nuestra. Porque la logró desde nuestra misma condición y forma, pero no desde nuestra corrupción.

Así, el Verbo hecho carne no solo vino a morir por nosotros, sino a vivir lo que nosotros no podíamos vivir, y a ofrecérselo a Dios como una ofrenda viva, santa, sin mancha.
 
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