¿Por qué Dios no podía simplemente perdonar al hombre desde el cielo?
¿Por qué el pecado del hombre no pudo simplemente ser pasado por alto?
¿Por qué fue necesaria la venida del Verbo en carne, si Dios todo lo puede?
Para responder con honestidad y profundidad, debemos ordenar primero las realidades implicadas.
1. La justicia de Dios no es una norma autoimpuesta, sino un caracter de su propio ser
Dios no es justo porque sigue una ley: la justicia es parte de lo que Él es. No puede aprobar lo injusto, no porque esté limitado por una norma externa, sino porque negar la justicia sería negarse a sí mismo (2 Timoteo 2:13).
Esta justicia no es meramente declarativa o formal, como si se tratara de una etiqueta que Dios pudiera ponerse o quitarse a voluntad. Es real, viva, activa, coherente, absoluta.
Por eso, el pecado no puede ser absorbido o perdonado por un simple decreto. No es compatible con el ser mismo de Dios.
El problema no es legal. Es ontológico.
2. La libertad humana no garantiza justicia en un escenario eterno
Dios creó al hombre libre. Y esa libertad no fue el problema. El problema es que la ley, siendo buena, no puede forzar la obediencia.
La ley instruye. Pero no obliga. No penetra hasta la voluntad. Y en un escenario eterno, basta una sola desobediencia para que todo lo ganado se pierda.
El hombre no fue creado para ser esclavo ni robot. Pero esa misma libertad hace imposible sostener por siempre una justicia inquebrantable sin una base eterna.
La historia de Adán es el ejemplo perfecto: tenía todo para obedecer. Sin embargo, eligió desobedecer.
3. El problema no está en la naturaleza humana, sino en la voluntad personal
Dios no falló al diseñar al hombre. El cuerpo, el alma, la carne, la capacidad... todo era en gran manera bueno (Gén. 1:31).
El fracaso no está en la forma, sino en el ejercicio de la voluntad.
Adán, siendo libre, eligió el camino de la desobediencia. No porque no pudiera obedecer, sino porque no quiso.
Ahora bien, para que Dios pueda salvar al hombre sin romper su justicia, hacía falta que otro hombre, en las mismas condiciones, eligiera lo que Adán no eligió: la obediencia perfecta.
4. Jesús no venció por ser Dios, sino por ser un hombre fiel
Jesús no podía venir con ventajas divinas que hicieran imposible su caída. Si así fuera, la comparación con Adán sería injusta, y Dios sería culpable de haber creado un diseño inferior para el primer hombre.
Pero no: Jesús vino con la misma carne, la misma libertad, y las mismas condiciones.
Y desde ese lugar, ofreció la obediencia que el Padre exigía.
Su justicia fue real, no simbólica. No fue una justicia "imputada" desde la eternidad, sino vivida en el tiempo, en la carne, en la tentación, en el sufrimiento.
Por eso su sacrificio tiene valor eterno. Porque Él no cayó donde todos los demás cayeron.
5. Dios no pudo evitar la muerte del hombre, pero sí pudo ofrecer otra vida
Dios no mató a Adán por castigo. La sentencia fue inevitable. Una vez tomado el camino del pecado, el hombre quedó irremediablemente apartado de la vida.
El árbol de la vida fue cerrado, no por capricho, sino porque ya no era justo que el hombre viviera para siempre en esa condición.
Sin embargo, el amor de Dios no podía abandonar la obra de sus manos.
Entonces, el Verbo se hizo carne, para vivir como hombre la justicia que la humanidad no vivió.
Y así, sin romper su justicia, Dios abrió un nuevo camino: una vida basada no en la obediencia de cada uno, sino en la obediencia de Uno solo (Rom. 5:19).