Salmo51

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Dos sistemas de justicia completamente diferentes


1. Verdadera libertad como el objetivo primario de Dios

Dios es perfecto en todo lo que hace.

El concepto de que a Dios no se le puede atribuir ningún acto sin propósito, arbitrario o caprichoso es una de las doctrinas fundamentales de la teología cristiana.

La Escritura nos enseña que Dios no puede ser acusado de injusticia, error, ni despropósito en todos sus caminos y juicios.


Y en esa perfección de propósito y total soberanía, decidió crear al hombre con libertad verdadera, a su imagen y semejanza (Génesis 1:26-27).

Con este acto, Dios compartió con el ser humano atributos que reflejan su propio carácter, permitiéndole tomar decisiones reales y conscientes.

Esta libertad no era solo la capacidad de elegir entre opciones, sino la posibilidad de actuar con responsabilidad moral, de razonar, de amar, de obedecer o desobedecer, y de responder a la voluntad divina como una persona auténtica y responsable delante de Dios.

Así, la libertad humana no fue un accidente ni una debilidad del diseño divino, sino algo esencial que Dios le quiso otorgar a su criatura.

Y esta libertad era tan fundamental para Él,
que aceptó el riesgo de que, frente a un escenario eterno, pudiera desembocar en la caída que finalmente ocurrió y que todos conocemos.

Pero la libertad verdadera no puede existir en el vacío.

Para que la elección de Adán fuera auténtica y su responsabilidad, real, su lealtad a Dios no podía ser la única opción posible. Una obediencia sin la posibilidad of desobedecer no es obediencia, sino programación.

Por esta razón, la sabiduría soberana de Dios estableció dos condiciones en el Edén que hacían de la libertad un ejercicio genuino:

  1. Un límite claro: El mandamiento de no comer del árbol no fue una regla arbitraria, sino el punto de referencia para la obediencia, proporcionando el "sí" y el "no" que toda decisión real requiere.
  2. La presencia permitida de una voz alternativa (El tentador): La permisión de la serpiente en el jardín aseguró que Adán se enfrentara un dilema real.
Pero se vuelve crucial entender esto: Dios, que es santo, no tienta a nadie al mal (Santiago 1:13).

Su propósito al establecer este escenario no era inducir la caída, sino hacer que la obediencia de Adán fuera un acto de amor y confianza voluntaria, no de necesidad robótica.

Entonces, ¿significa esto que Dios es el autor del pecado?

De ninguna manera.

Sabiendo Dios, en su presciencia perfecta, que el hombre mal usaría su libertad para transgredir, para que su propósito eterno no resultara frustrado, ideó un plan eterno de redención.

Por esto mismo la biblia nos dice que desde antes de la fundación del mundo, el Cordero ya había sido inmolado en el corazón y el decreto de Dios.

A sabiendas de la caída, él determinó seguir adelante con la creación humana porque ya tenía preparada la solución de la gracia divina; una solución que, lejos de manchar su justicia, la satisfaría por completo mientras manifestaba la insondable profundidad de su amor por su criatura caída.


2. La necesidad de la ley pero la contracara de su debilidad frente a la arquitectura de la libertad

Así concluimos que fue bueno en gran manera que el hombre fuera creado libre, y que esa libertad fuera puesta a prueba bajo la Ley.

La Ley, como un cerco santo, establece los límites que dan valor al amor y a la obediencia, proveyendo la única medida real para una responsabilidad auténtica. Su propósito no era coartar, sino dar significado a la elección.

Pero es aquí donde se revela la naturaleza fundamental de la Ley y su inherente debilidad. Su poder no es coercitivo, sino instructivo, pues fue diseñada para guiar, no para forzar. La Ley es necesariamente débil en cuanto a conseguir que el hombre obedezca, precisamente porque el hombre fue creado como un actor autónomo y señor de su respuesta.

Podía instruirlo, advertirlo y guiarlo hacia la vida, pero no podía obligarlo.
La decisión final, con todo su peso eterno, recaía enteramente sobre un hombre hecho perfectamente libre y señor de su respuesta.


3. El sistema común y ordinario de justicia: Un estándar perfecto, claro y único

Por defecto existe un sistema ordinario común y único de justicia que está basado en obras.
Y es sumamente necesario que entendamos cabalmente este sistema y su perfección absoluta.

Lejos de ser un misterio, este sistema es de una claridad y un sentido común absolutos.

Un sistema de obras con una lógica simple y que resuena en cada conciencia humana: el que las hace, las paga.
Es el principio de causa y efecto, de acción y consecuencia.

En esta jurisdicción no hay ambigüedad; se juzgan los hechos.
Un límite claro fue establecido, y la responsabilidad de Adán era honrarlo.
Si lo hacía, el resultado era la vida. Si no, la muerte.

Es crucial entender que, bajo este pacto de obras, la misericordia y el perdón, como los entendemos, no son parte del código.

Perdonar a un culpable sin que la pena sea pagada no es un acto de amor, sino de injusticia, pues viola el estándar establecido.

Por tanto, el único camino hacia la vida en este sistema era uno solo: la obediencia perfecta y continua.


4. La Caída: La soberanía humana en rebelión

Fue en el contexto de esta libertad perfecta y bajo una ley clara que se desarrolla el drama de la humanidad.
El hombre, creado como "señor de su respuesta", ejerció su autonomía.

La caída no fue un error ni una debilidad de la carne creada por Dios.
Fue un acto soberano de una voluntad libre.

Adán, en posesión de una naturaleza buena y con la guía de una ley perfecta, eligió la desconfianza sobre la fe, la independencia sobre la comunión.
Al tomar del fruto, no solo comió algo prohibido; se declaró a sí mismo como su propia fuente de verdad, bien y mal.

En ese solo acto, la ley fue traspasada.
El estándar de justificación por obras no fue alcanzado.
El hombre quedó reprobado.

Y Dios, cuya palabra es fiel y verdadera, cumplió su advertencia.
La sentencia se activó, y la muerte, entró en la creación humana.
El acceso al árbol de la vida fue cerrado por la espada de la justicia divina, sellando el veredicto sobre Adán y, con él, sobre toda la humanidad que vendría de su naturaleza ahora caída.


5. Un único sistema de justicia que vuelve la caída en perdición absoluta: Un callejón sin salida

Una vez producida la caída y dictada la sentencia, el sistema ordinario de justicia reveló su otra cara.
La ley, que otrora fue una guía segura hacia la vida, se convirtió en una fuerza implacable de condenación.
El destino de la humanidad, bajo esta jurisdicción, quedó absoluta y herméticamente sellado.

Esto nos lleva a una única conclusión posible, un verdadero callejón sin salida para el hombre pecador:

  1. No podría deshacer lo que había hecho. Ninguna obra futura, por buena que fuera, podría borrar su transgresión pasada. Su deuda ya estaba registrada y la justicia le exigiría su completo pago.
  2. Y Dios no podía perdonarlo. Porque el hacerlo le habría significado anular sus mismas palabras "ciertamente morirás" y haciendo a la serpiente veraz. Y habría ido en contra de su propia naturaleza santa.
La caída, por tanto, no solo condenó al hombre a la muerte sino que invalidó al propio sistema de justicia para poder justificarlo y salvarlo.

La ley era impotente para restaurarle, sanarlo o darle vida.

Así, la humanidad quedó en un estado de perdición absoluta.
La sentencia era justa, el Juez no podía negarse a sí mismo, y el condenado no tenía nada que ofrecer.
El caso estaba cerrado.

Cualquier esperanza de salvación no podría surgir del corazón de este sistema.
Tendría que venir de una intervención divina tan radicalmente diferente que constituiría, en efecto, la creación de una justicia enteramente nueva.
 
En preparación...
Dos sistemas de justicia completamente diferentes

6. La raíz del error teológico

Como hemos visto, la humanidad quedó en un callejón sin salida bajo un sistema de justicia perfecto pero implacable.
La única esperanza tendría que venir de una intervención divina que estableciera una justicia enteramente nueva.
Es precisamente aquí donde surge la mayor confusión teológica: la ignorancia que mezcla el sistema antiguo con el nuevo.

Para entender la solución de Dios, es crucial delinear estos dos sistemas que operan bajo principios distintos y mutuamente excluyentes.

Sistema 1: La justicia ordinaria de las obras

El sistema ordinario y común de Dios, como ya establecimos, es un sistema basado en obras. Su lógica es simple, perfecta y terrible: el que las hace, las paga. En esta jurisdicción, no hay lugar para la subjetividad; se juzgan los hechos. Bajo este sistema, la misericordia es una contradicción legal y el perdón es, por definición, una injusticia. El sentido común humano, en su forma más pura, lo entiende: si un criminal es perdonado sin que se pague por su crimen, la justicia no ha sido servida.

Sistema 2: La nueva justicia del corazón

Cuando Jesús predica, especialmente en el Sermón del Monte, no está añadiendo un apéndice a la vieja ley ni reformándola. Está sentando las bases de un sistema de justicia, nuevo y aparte; un sistema para el reino que Él inaugura.

Y este nuevo sistema ya no puede apoyarse en las obras del hombre, porque aquel perfecto sistema basado en obras (Sistema 1) ya no sirve una vez que la ley ha sido traspasada, pues ahora solo conduce a la condenación.
Por tanto, la nueva justicia debe operar de una manera totalmente diferente: juzgando las verdaderas intenciones del corazón, un lugar que solo el Hijo, como Juez divino, puede penetrar.

La Intervención y el error de la predicación

La creación de este nuevo sistema (Sistema 2) fue la intervención divina necesaria, una justicia soberana aplicada a una situación sin esperanza, sin la cual nadie podría ser salvo.

El error trágico de gran parte de la predicación evangélica, al operar sin interponer la frontera de la Muerte, es que mezcla estos dos sistemas:

  • Exige a los hombres, bajo la amenaza de la Ley de Obras (Sistema 1), que produzcan los frutos del corazón que solo son posibles bajo la gracia del Nuevo Pacto (Sistema 2).
  • Habla del perdón y la misericordia (principios del Sistema 2) como si fueran parte inherente de la justicia ordinaria (Sistema 1), diluyendo tanto la severidad de la Ley como la radicalidad de la Gracia.
  • Le exige al hombre caído cumplir con las demandas del corazón del nuevo sistema para ser aceptado, olvidando que el sistema ordinario ya lo ha condenado a muerte por sus obras.
La claridad del Evangelio solo se recupera cuando entendemos la frontera infranqueable entre ambos sistemas: La Muerte. No se puede vivir bajo las dos jurisdicciones al mismo tiempo.
 
La claridad del Evangelio solo se recupera cuando entendemos la frontera infranqueable entre ambos sistemas: La Muerte. No se puede vivir bajo las dos jurisdicciones al mismo tiempo.
 
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