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El hombre es una creación especial y única de Dios. En Génesis 1:26-27, leemos claramente el acto divino: "Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza". Observamos aquí una creación directa y no un cuerpo previamente formado al que se le añade posteriormente un espíritu o un alma preexistente. En Génesis 2:7 se detalla: "Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente".

El término bíblico usado para "ser viviente" es "nefesh hayah", que denota un ser vivo integralmente, no la unión de un cuerpo y un alma independiente. Esta revelación contradice directamente doctrinas filosóficas y religiosas surgidas de Platón y el dualismo griego que conciben al hombre como un espíritu inmortal atrapado en un cuerpo material. Este concepto dualista fue posteriormente adoptado por teólogos como Agustín de Hipona, influyendo profundamente en la doctrina tradicional del alma inmortal.

La Biblia no apoya la inmortalidad intrínseca del alma. En Ezequiel 18:4, Dios declara: "He aquí que todas las almas son mías... el alma que pecare, esa morirá". El alma, por lo tanto, no es inmortal por sí misma, sino que depende exclusivamente del poder vivificante de Dios. Por esto mismo, en 1 Timoteo 6:16 se afirma que sólo Dios "tiene inmortalidad".

La creación humana es carne animada por el soplo divino. No se trata de un espíritu preexistente encarnado, sino de carne hecha viva por el poder directo del soplo de Dios. Esta "carne viviente" no tiene nada inherentemente malo; por el contrario, fue creada buena: "Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera" (Génesis 1:31).

La corrupción humana surge posteriormente debido a la desobediencia y el pecado (Génesis 3). El pecado introdujo una sentencia legal y divina: la muerte. Romanos 5:12 confirma esto: "Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron". Por lo tanto, la muerte no es parte de la creación original ni una condición natural del hombre, sino una consecuencia del juicio divino ante la corrupción del pecado.

Adán no fue creado mortal ni inmortal; fue creado para vivir condicionado a su obediencia. Su existencia dependía del uso responsable del libre albedrío que Dios le otorgó, siendo plenamente capaz de elegir entre obedecer o desobedecer. La desobediencia activó la sentencia de muerte, volviendo la vida humana incompatible con la santidad y justicia divina.

En consecuencia, cuando Dios retira el soplo de vida, el hombre muere y regresa al polvo (Eclesiastés 12:7). El alma no queda viva en otro lugar, sino que desaparece, se extingue completamente. La esperanza bíblica no está en un alma inmortal que continúe existiendo en otro plano, sino en la resurrección, una manifestación poderosa de Dios que restaura la vida a aquellos que han muerto (1 Corintios 15).

En resumen, el hombre es una creación especial y directa de Dios, diseñado para vivir condicionado a la obediencia, sin inmortalidad inherente. La muerte es una sentencia por corrupción, y la esperanza radica únicamente en la resurrección futura por el poder soberano de Dios.
 
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