El estado original del hombre frente a Dios fue un estado de vida, dignidad, inocencia y responsabilidad, fundamentado en su condición de criatura hecha a imagen de su Creador.
Según Génesis 1:26–27, Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Esta declaración establece el principio de la dignidad humana no por mérito, sino por designio divino.
El hombre fue formado del polvo de la tierra y hecho un ser viviente por el aliento de vida soplado por Dios mismo (Génesis 2:7).
Este acto no introdujo un espíritu preexistente en un cuerpo, sino que creó un ser viviente completo, carne animada por el poder de Dios.
No es un alma inmortal encarnada, sino una carne vivificada. La vida no residía en una parte del hombre, sino en el conjunto: el alma es el resultado de la carne más el aliento, no una sustancia separada. Esto queda claro también en textos como Eclesiastés 12:7 y Levítico 17:11, donde la vida está asociada a la sangre, y no a un espíritu inmortal.
El hombre fue colocado en el huerto de Edén con una función de mayordomía (Génesis 2:15), y se le dio un único mandato moral: “de todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16–17).
Esta advertencia expresa un estado de obediencia condicional: el hombre podía vivir indefinidamente mientras se mantuviera en sumisión voluntaria al Creador. No fue creado inmortal, pero tampoco mortal. Debía, permanecer bajo la fuente de vida que es Dios (cf. Génesis 3:22).
Este estado original incluía la libertad de elección, no como una autonomía absoluta, sino como la capacidad dada por Dios de responder en obediencia o desobediencia. El libre albedrío en este contexto no es una independencia frente a Dios, sino una oportunidad de rendirle gloria voluntaria mediante la sujeción.
Finalmente, el hombre fue creado muy bueno (Génesis 1:31), y en completa comunión con Dios.
No había vergüenza, ni culpa, ni separación.
La vida humana comenzó en un equilibrio perfecto entre deber y delicia, bajo un pacto de vida sustentado por la obediencia.
Este es el punto de partida desde el cual se entiende todo el drama bíblico de la caída, la redención y la nueva creación en Cristo: el hombre fue creado para vivir, para reflejar la gloria de Dios, y para hacerlo como una criatura terrenal con responsabilidad moral real. La muerte no era parte natural de la creación original: fue la sentencia judicial a la desobediencia. Por eso, la salvación que más adelante se anuncia no es una restauración mística del alma, sino una respuesta judicial al quiebre de una relación legal y viviente entre el Creador y su criatura.
Según Génesis 1:26–27, Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza… y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”. Esta declaración establece el principio de la dignidad humana no por mérito, sino por designio divino.
El hombre fue formado del polvo de la tierra y hecho un ser viviente por el aliento de vida soplado por Dios mismo (Génesis 2:7).
Este acto no introdujo un espíritu preexistente en un cuerpo, sino que creó un ser viviente completo, carne animada por el poder de Dios.
No es un alma inmortal encarnada, sino una carne vivificada. La vida no residía en una parte del hombre, sino en el conjunto: el alma es el resultado de la carne más el aliento, no una sustancia separada. Esto queda claro también en textos como Eclesiastés 12:7 y Levítico 17:11, donde la vida está asociada a la sangre, y no a un espíritu inmortal.
El hombre fue colocado en el huerto de Edén con una función de mayordomía (Génesis 2:15), y se le dio un único mandato moral: “de todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:16–17).
Esta advertencia expresa un estado de obediencia condicional: el hombre podía vivir indefinidamente mientras se mantuviera en sumisión voluntaria al Creador. No fue creado inmortal, pero tampoco mortal. Debía, permanecer bajo la fuente de vida que es Dios (cf. Génesis 3:22).
Este estado original incluía la libertad de elección, no como una autonomía absoluta, sino como la capacidad dada por Dios de responder en obediencia o desobediencia. El libre albedrío en este contexto no es una independencia frente a Dios, sino una oportunidad de rendirle gloria voluntaria mediante la sujeción.
Finalmente, el hombre fue creado muy bueno (Génesis 1:31), y en completa comunión con Dios.
No había vergüenza, ni culpa, ni separación.
La vida humana comenzó en un equilibrio perfecto entre deber y delicia, bajo un pacto de vida sustentado por la obediencia.
Este es el punto de partida desde el cual se entiende todo el drama bíblico de la caída, la redención y la nueva creación en Cristo: el hombre fue creado para vivir, para reflejar la gloria de Dios, y para hacerlo como una criatura terrenal con responsabilidad moral real. La muerte no era parte natural de la creación original: fue la sentencia judicial a la desobediencia. Por eso, la salvación que más adelante se anuncia no es una restauración mística del alma, sino una respuesta judicial al quiebre de una relación legal y viviente entre el Creador y su criatura.