El verdadero problema del hombre no es cuán dañado quedó por el pecado, sino que ya ha sido condenado por Dios a morir.
El calvinismo y el arminianismo se han enfrascado durante siglos en debatir el grado de corrupción del ser humano, como si eso fuera lo esencial.
Unos afirman que está muerto e incapacitado por completo y otros que aún puede responder con la ayuda de la gracia.
Pero ambos han errado el diagnóstico.
La perdición del hombre no se trata de cuán enfermo está, sino de que no puede vivir para siempre por determinación divina.
Por el pecado entró la muerte y todo descendiente de Adán nace sentenciado a morir.
El hombre ya nace sentenciado y esa sentencia es clara:
Y la ley no perdona, ni reforma. No puede. La ley debe exigir justicia perfecta y aplicar el castigo justo.
El alma que pecare, esa morirá (Ezequiel 18:4).
Por tanto, la gracia no se mete dentro del marco de la ley intentando recuperar ni regenerar al pecador, sino que la deja ejecutar el juicio decretado, para luego darle vida al muerto, resucitándolo.
Ningún arrepentimiento, por sincero que sea, puede anular una sentencia ya dictada.
La gracia no irrumpe dándole arrepentimiento al pecador.
Ninguna fe puede evitar la muerte, porque la justicia no puede ser burlada.
La gracia no irrumpe dándole fe al pecador.
Lo gracia no impide la justicia de la ley que es la muerte sino que la satisface plenamente por medio de un sustituto justo, el cordero de Dios.
Jesucristo vino a cumplir la ley, no a violarla (Mateo 5:17).
Y como varón sin pecado, murió injustamente por mano de los sacerdotes y Dios tomó esa muerte como si fuera la nuestra para que la justicia de Dios por obras y bajo la ley fuese satisfecha y nuestra deuda con la muerte fuese saldada.
La gracia no salva al hombre viejo, sino que lo engendra como nuevo y lo resucita.
Resumiendo:
El verdadero problema del hombre no es que nace corrompido sino que por esa corrupción Dios le quitó el derecho de vivir para siempre.
No morimos porque fuimos creados por Dios para vivir 80/100 años sino porque por causa del pecado.
Por que es por el pecado que entró la muerte.
Morimos porque somos pecadores.
El calvinismo y el arminianismo han centrado el debate en el grado de esa corrupción, pero no tiene el menor sentido porque esa corrupción no puede heredar nada. Ya está sentenciada a su destrucción.
Ambos sistemas teológicos fallan y no identifican el problema central que es la sentencia de muerte dictada por Dios.
Y es la ley es la que condena.
Y la ley reina sobre el hombre mientras este vive (Romanos 7:1), y lo acompaña hasta el sepulcro. No hay manera de escapar.
El pecador podrá oír, y de hecho oye, podrá poner su fe en el evangelio y creerlo y hasta se podrá arrepentir pero esto no podrá impedir de ninguna manera que muera.
Nada puede anular su sentencia: El hombre debe morir como pago por sus pecados, porque la ley exige justicia perfecta.
Pero la GRACIA de Dios es aparte de la LEY.
Y la muerte de Cristo no fue un accidente: Fue el juicio de los sacerdotes de ley cayendo sobre un inocente, y por eso la muerte se endeudó con el cielo.
Y Dios, en su soberanía, intercambió por pura gracia la vida de su Hijo por la de los pecadores, y no porque lo merezcamos, sino porque quiso darnos vida nuevamente.
Eso es gracia:
La gracia no se mezcla con la ley. Es aparte de está y opera en ámbitos y entornos diferentes.
Y se derrama después de ella, tras haber sido satisfecha.
Por eso no es la gracia la que nos mata, sino la ley.
La gracia nos resucita. Compra a los muertos por la ley y los engendra y re crea bajo el señorío de Cristo.
Luego, es esa misma gracia la que separa a los resucitados:
a unos hacia la vida eterna, y a otros a condenación eterna, porque el juicio del Hijo no es por obras, sino por respuesta nuestra respuesta al señorío de Cristo.
El calvinismo y el arminianismo se han enfrascado durante siglos en debatir el grado de corrupción del ser humano, como si eso fuera lo esencial.
Unos afirman que está muerto e incapacitado por completo y otros que aún puede responder con la ayuda de la gracia.
Pero ambos han errado el diagnóstico.
La perdición del hombre no se trata de cuán enfermo está, sino de que no puede vivir para siempre por determinación divina.
Por el pecado entró la muerte y todo descendiente de Adán nace sentenciado a morir.
El hombre ya nace sentenciado y esa sentencia es clara:
“La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
Y la ley no perdona, ni reforma. No puede. La ley debe exigir justicia perfecta y aplicar el castigo justo.
El alma que pecare, esa morirá (Ezequiel 18:4).
Por tanto, la gracia no se mete dentro del marco de la ley intentando recuperar ni regenerar al pecador, sino que la deja ejecutar el juicio decretado, para luego darle vida al muerto, resucitándolo.
Ningún arrepentimiento, por sincero que sea, puede anular una sentencia ya dictada.
La gracia no irrumpe dándole arrepentimiento al pecador.
Ninguna fe puede evitar la muerte, porque la justicia no puede ser burlada.
La gracia no irrumpe dándole fe al pecador.
Lo gracia no impide la justicia de la ley que es la muerte sino que la satisface plenamente por medio de un sustituto justo, el cordero de Dios.
Jesucristo vino a cumplir la ley, no a violarla (Mateo 5:17).
Y como varón sin pecado, murió injustamente por mano de los sacerdotes y Dios tomó esa muerte como si fuera la nuestra para que la justicia de Dios por obras y bajo la ley fuese satisfecha y nuestra deuda con la muerte fuese saldada.
“Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6).
“El justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).
La gracia no salva al hombre viejo, sino que lo engendra como nuevo y lo resucita.
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Resumiendo:
El verdadero problema del hombre no es que nace corrompido sino que por esa corrupción Dios le quitó el derecho de vivir para siempre.
No morimos porque fuimos creados por Dios para vivir 80/100 años sino porque por causa del pecado.
Por que es por el pecado que entró la muerte.
Morimos porque somos pecadores.
El calvinismo y el arminianismo han centrado el debate en el grado de esa corrupción, pero no tiene el menor sentido porque esa corrupción no puede heredar nada. Ya está sentenciada a su destrucción.
Ambos sistemas teológicos fallan y no identifican el problema central que es la sentencia de muerte dictada por Dios.
“La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23).
Y es la ley es la que condena.
Y la ley reina sobre el hombre mientras este vive (Romanos 7:1), y lo acompaña hasta el sepulcro. No hay manera de escapar.
El pecador podrá oír, y de hecho oye, podrá poner su fe en el evangelio y creerlo y hasta se podrá arrepentir pero esto no podrá impedir de ninguna manera que muera.
Nada puede anular su sentencia: El hombre debe morir como pago por sus pecados, porque la ley exige justicia perfecta.
Pero la GRACIA de Dios es aparte de la LEY.
Y la muerte de Cristo no fue un accidente: Fue el juicio de los sacerdotes de ley cayendo sobre un inocente, y por eso la muerte se endeudó con el cielo.
Y Dios, en su soberanía, intercambió por pura gracia la vida de su Hijo por la de los pecadores, y no porque lo merezcamos, sino porque quiso darnos vida nuevamente.
Eso es gracia:
“En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7).
La gracia no se mezcla con la ley. Es aparte de está y opera en ámbitos y entornos diferentes.
Y se derrama después de ella, tras haber sido satisfecha.
Por eso no es la gracia la que nos mata, sino la ley.
La gracia nos resucita. Compra a los muertos por la ley y los engendra y re crea bajo el señorío de Cristo.
Luego, es esa misma gracia la que separa a los resucitados:
a unos hacia la vida eterna, y a otros a condenación eterna, porque el juicio del Hijo no es por obras, sino por respuesta nuestra respuesta al señorío de Cristo.
“Vendrán hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz… los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación” (Juan 5:28–29).