Porque si el hombre de veras se perdió, no se puede reparar.
Solo nos queda justificar su re creación.
La gracia no opera dentro de la LEY para invalidarla sino después de la muerte para dar vida nueva.
El hombre no tiene que ser salvado de un malestar moral, sino del fin absoluto de su existencia.
De su completa extinción.
Cuando Dios expulsó al hombre del Edén para impedirle alcanzar vida, no lo hizo para castigarlo.
Fue porque el hombre, en aquel estado, no podía vivir para siempre.
La santidad de Dios y la rebeldía del hombre no eran compatibles.
Nunca se trató de una norma rota que podía ser corregida con una disculpa.
Se trató de un quiebre ontológico.
El hombre se volvió, por definición, incompatible con el propósito eterno de Dios y para el cual nos había creado.
Pero la salvación que significaría perdón y misericordia no podría operar en ese ámbito sin invalidar la ley.
Porque la ley reina sobre los vivos, y su dominio no puede ser burlado.
No hay lugar para la reparación de lo corrompido.
No hay espacio para el reciclaje espiritual.
La justicia de Dios no demanda una mejora, sino que demanda muerte.
Y por eso la gracia no actúa sobre pecadores vivos, sino sobre los muertos juzgados por la ley.
Es posterior a ella.
La ley debe terminar su curso, y ese curso termina con la muerte del pecador.
Sólo entonces comienza la gracia: no para revivir lo viejo, sino para crear algo nuevo.
Vino a ser el postrer Adán.
El primero fue hecho alma viviente; el segundo, espíritu vivificante (1 Cor. 15:45).
Por eso decimos: la salvación no repara, sino que crea de nuevo.
La fórmula del Evangelio comienza con muerte y termina en nueva vida.
Por eso:
En la primera creación, el hombre fue hecho libre.
En la segunda, es comprado. Ya no pertenece a sí mismo. Es propiedad.
Cristo no solo nos rescata de la muerte, nos adquiere.
Y eso significa que no somos restaurados a la antigua autonomía, sino que entramos en un nuevo pacto de esclavitud voluntaria y eterna.
Porque aunque la ley era débil frente al libre albedrío —pues podía instruir, pero no forzar la obediencia—, el señorío de Cristo es de naturaleza completamente distinta.
Dios ya no deja librado el destino de su nueva creación al albedrío autónomo.
El sacerdocio del Hijo y su mediación eterna sostienen perpetuamente la santidad requerida por el Padre, porque Él nunca fallará.
La salvación no es una reparación de lo dañado, sino la justificación legal de una nueva creación, posterior a la muerte del viejo hombre.
La gracia no actúa dentro del marco legal de la primera creación.
Opera después de la muerte, bajo el dominio exclusivo de Cristo, quien nos compra con su sangre, en un ámbito donde la ley ya cumplió su sentencia.
Allí, la gracia nos levanta desde la muerte y nos coloca bajo el Señorío de quien ahora nos posee.
Donde termina la ley, comienza la gracia.
Donde muere el viejo hombre, nace el nuevo.
Donde la ley cumplió su juicio con la muerte, la gracia tiene derecho a crear sin transgredirla.
Donde el viejo hombre es sepultado, Dios planta al nuevo.
Y todo esto no porque fuéramos recuperables, sino porque Dios decidió soberanamente no perdernos para siempre.
Solo nos queda justificar su re creación.
La gracia no opera dentro de la LEY para invalidarla sino después de la muerte para dar vida nueva.
Entonces... ¿Cómo puede salvarse aquello que se perdió definitivamente?
La historia de la humanidad no es la de una criatura que se enferma y que necesita ser curada, sino la de una creación gloriosa que fue declarada inviable por culpa del hombre.El hombre no tiene que ser salvado de un malestar moral, sino del fin absoluto de su existencia.
De su completa extinción.
Cuando Dios expulsó al hombre del Edén para impedirle alcanzar vida, no lo hizo para castigarlo.
Fue porque el hombre, en aquel estado, no podía vivir para siempre.
La santidad de Dios y la rebeldía del hombre no eran compatibles.
Dios le cerró el camino a la vida y no porque fuera cruel, sino porque sabía que la eternidad en pecado no era vida, sino una condena perpetua."Ahora, pues, que no alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva para siempre..." (Gén. 3:22)
La muerte era la única salida compatible con la justicia divina
Cuando el hombre pecó, lo realmente grave no fue la corrupción que adquirió, sino la imposibilidad estructural de una existencia así ante la santidad de Dios y en orden a su propósito creacional para nosotros.Nunca se trató de una norma rota que podía ser corregida con una disculpa.
Se trató de un quiebre ontológico.
El hombre se volvió, por definición, incompatible con el propósito eterno de Dios y para el cual nos había creado.
Pero la salvación que significaría perdón y misericordia no podría operar en ese ámbito sin invalidar la ley.
Porque la ley reina sobre los vivos, y su dominio no puede ser burlado.
"Porque la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive." (Rom. 7:1)
Solo después de la muerte puede entrar la gracia produciendo resurrección
No hay lugar para la reparación de lo corrompido.
No hay espacio para el reciclaje espiritual.
La justicia de Dios no demanda una mejora, sino que demanda muerte.
Y por eso la gracia no actúa sobre pecadores vivos, sino sobre los muertos juzgados por la ley.
La gracia no es antagónica a la ley.“El alma que pecare, esa morirá.” (Ez. 18:4)
Es posterior a ella.
La ley debe terminar su curso, y ese curso termina con la muerte del pecador.
Sólo entonces comienza la gracia: no para revivir lo viejo, sino para crear algo nuevo.
"Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Rom. 6:11)
Una nueva creación, no una reforma de la vieja
Cristo no vino a mejorar al viejo Adán.Vino a ser el postrer Adán.
El primero fue hecho alma viviente; el segundo, espíritu vivificante (1 Cor. 15:45).
Por eso decimos: la salvación no repara, sino que crea de nuevo.
La fórmula del Evangelio comienza con muerte y termina en nueva vida.
Por eso:
- No hay restauración del antiguo hombre.
- No hay reforma progresiva del pecador.
- Hay destrucción del viejo hombre, y creación de uno nuevo.
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es...” (2 Cor. 5:17)
Señorío, no libertad autónoma
En la primera creación, el hombre fue hecho libre.
En la segunda, es comprado. Ya no pertenece a sí mismo. Es propiedad.
Cristo no solo nos rescata de la muerte, nos adquiere.
Y eso significa que no somos restaurados a la antigua autonomía, sino que entramos en un nuevo pacto de esclavitud voluntaria y eterna.
La gracia no es una anarquía espiritual. Es una reubicación bajo el Señorío de Cristo.“Porque habéis sido comprados por precio...” (1 Cor. 6:20)
Un mediador eterno
Porque aunque la ley era débil frente al libre albedrío —pues podía instruir, pero no forzar la obediencia—, el señorío de Cristo es de naturaleza completamente distinta.
Dios ya no deja librado el destino de su nueva creación al albedrío autónomo.
El sacerdocio del Hijo y su mediación eterna sostienen perpetuamente la santidad requerida por el Padre, porque Él nunca fallará.
“...puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.” (Heb. 7:25)
Y para cerrar al menos este tema...
La salvación no es una reparación de lo dañado, sino la justificación legal de una nueva creación, posterior a la muerte del viejo hombre.
La gracia no actúa dentro del marco legal de la primera creación.
Opera después de la muerte, bajo el dominio exclusivo de Cristo, quien nos compra con su sangre, en un ámbito donde la ley ya cumplió su sentencia.
Allí, la gracia nos levanta desde la muerte y nos coloca bajo el Señorío de quien ahora nos posee.
Donde termina la ley, comienza la gracia.
Donde muere el viejo hombre, nace el nuevo.
Donde la ley cumplió su juicio con la muerte, la gracia tiene derecho a crear sin transgredirla.
Donde el viejo hombre es sepultado, Dios planta al nuevo.
Y todo esto no porque fuéramos recuperables, sino porque Dios decidió soberanamente no perdernos para siempre.
“Os es necesario nacer de nuevo.”